Una de las características del cáncer es la inmortalidad o mejor dicho la casi inmortalidad.
En ocasiones pueden existir más células «cancerosas», no porque se produzcan más, sino porque, simplemente, no se mueren. Es como una sociedad donde la natalidad se mantiene o es baja pero nunca muere nadie, al final tendríamos el mismo problema que con las células, una catástrofe de superpoblación.
Los seres vivos se definen, en parte, porque crecen se reproducen y mueren. Y la muerte está presente continuamente en nuestro cuerpo, de forma constante van muriendo células viejas o defectuosas en nuestro organismo para que puedan ocupar su sitio células jóvenes más eficaces y vitales. Entre los tejidos que más experimentan estos recambios figura nuestra piel, nuestro aparato digestivo y nuestra sangre. Esta muerte fisiológica y tan necesaria para detener el cáncer de nuestras células se llama muerte celular programada o apóptosis, y se trata de un mecanismo que puede ser regulado por principios activos presentes en la graviola y el ozono.
Pues bien, la célula tumoral se lo salta a la torera, no muere. Es capaz de desarrollar estrategias para evadir esta muerte fisiológica de las células. De hecho, buena parte de las células tumorales de una persona en las condiciones adecuadas de temperatura , oxígeno y alimentación se convierten en inmortales y siguen viviendo en el laboratorio incluso décadas después de la muerte del paciente. Ello nos permite estudiarlas en detalle, aunque sea una verdadera paradoja que mantengamos a este asesino vivo en nuestras salas de cultivo.